Parece que ya es hora de hacernos preguntas fundamentales; ésas cuyas respuestas sólo serán válidas si están del lado correcto de la política, si apuntan a un modelo democrático de sociedad y si se fincan en la idea básica que ha estado detrás las luchas históricas de México: el deseo incesante, muchas veces interrumpido por los codiciosos, por vivir en una República, federal y representativa.

La tenacidad de la mayoría de los miembros de la clase política, los últimos dos siglos, por procurar su propio bienestar, asociados a los factores de poder económico más conspicuos y egoístas, nos ha llevado a descreer de la política como instrumento para construir en comunidad y para el solo beneficio de la comunidad. Ese descreimiento ha propiciado que reduzcamos nuestro ángulo de visión respecto a lo que como sociedad vamos construyendo, o no; a estas alturas, la opinión pública -que es la manera de indicar que nos referimos a la masa indefinible que no matiza- supone que basta confiar en un personaje decidido (sobre el que no podemos asegurar a ciencia cierta porqué produce confianza) para mudar el estado de cosas y ponernos, ahora sí y para siempre, sobre el atajo que lleva a la casa de la abuelita sin pasar por el cubil del lobo, es decir: en el camino corto a la justicia, a la igualdad y a la no-corrupción. Este personaje-Caperucita de la política nacional viene en varias presentaciones, desde la Caperucita munícipe o gobernador, hasta la que despacha como presidenta y lleva colgado del brazo todo lo que necesitamos.

En lo que vamos del cuento, la gentil nietecita, luego de haber convencido a muchos de que el lobo no le producía ningún temor y de que ella podría cruzar el bosque, está en el brete en el que percibe un dejo raro en la abuela a la que lleva bastimento. Hace no tanto, todas y todos los mexicanos sabíamos lo que sucede en la historia: que el lobo-crimen organizado, el lobo-corrupción, el lobo-grillo, increíble, pero con la política de estos lares ya conseguimos un híbrido entre mamífero e insecto que es altamente depredador y se comió a la desvalida abuela y ahora pretende engañar y devorar a la Caperucita que en su canasta lleva la salvación.

El desenlace comienza cuando la bienhechora, valida de la inocencia decidida, queda a merced de una fuerza que no entiende y pregunta: abuelita, esos ojos tan grandes… abuelita, esos colmillos tan grandes, etcétera. Lo demás es conocido: el cazador destripa al lobo para desentrañarle a la abuela; pero no llegaremos a este extremo, hoy el cuento no está completamente actualizado: falta ver quién hará el papel del cazador porque ahora, en los gobiernos, nacional y locales, no pocas caperucitas corren dentro de la cabaña con el lobo resollándoles en el cuello.

El caso es que la degradación de la calidad de vida en el país ha conseguido que respecto a lo común nos hayamos quedado en plan de espectadores, en espera de que alguien o algo, por ventura de la ficción, llegue a salvarnos porque, eso aseguramos, la política no es para nosotros, y mejor cada tres o cada seis años empujamos al bosque a alguna caperucita.

Por supuesto, decimos política y de inmediato pensamos: no es para mí, justo porque las referencias que de ella tenemos atañen a quienes, eso afirmamos, tienen a México, a cada uno de sus estados y a sus municipios, con la mitad de la población en pobreza y sin posibilidades de salir de ella, a mucho más de 50% amenazado por la inseguridad pública, a la mayoría de los jóvenes instalados en la desesperanza, ajenos a la educación superior y al empleo formal, y a quienes podrían invertir, ateridos por las dudas que generan los gobernantes. Así que, hacer un llamado a la política es exponerse a recibir improperios; por eso nos contentamos con tomar partido por quien nos parezca la Caperucita convincente, y sin que ésta haya resuelto algo, la defendemos con tenacidad, especialmente de quienes la critican.

Por eso, decíamos al comienzo, es tiempo de hacer preguntas cuyas respuestas sólo serán válidas si apuntan a un modelo democrático de sociedad y si se hunden en la idea básica que ha estado en el sustrato de las luchas históricas de México: el anhelo por vivir en una República, federal y representativa, la que nomás es posible si todos participamos de la política, y de los fines legítimos de ésta: mejorar la vida de quienes estamos en este país, en Jalisco, con énfasis en la de quienes se la pasan mal y en aquellos y aquellas que ni siquiera están incluidos para acceder a lo básico.

Podríamos iniciar con cuestionarnos cuánto de lo que nos rodea, de las calles y las banquetas al servicio de agua, del sistema bancario al trabajo que tenemos, de la diversión que está a nuestro alcance, la educación y hasta de los servicios de salud, debe ser arrancado de raíz para comenzar de cero; en otras palabras: ¿está todo tan mal que no tiene caso conservar algo?

En medio de esto que han dado en llamar transformación, ¿cuánto de lo que somos y de lo que sí tenemos queda comprometido ante la incertidumbre? ¿Vale la pena la apuesta todo o nada? ¿Qué quedará para nosotros, de uno en una, luego de haber desmontado lo que ya usamos y nos pertenece? Y prescindir de lo que pondremos en la piedra de los sacrificios ¿acarreará un mejor estatus a los pobres? ¿En realidad, nos beneficia que uno afirme?: mis ideas son perfectas, y si alguien las contradice, digamos los jueces, digamos los especialistas, no importa, tengo salvoconducto para actuar al margen de la ley y de la ciencia, otorgado por quienes votaron a mi favor, por intachable y porque sé de todo. ¿Qué tanto de lo que hoy está mal se debe justamente a que cada seis años el mandamás en turno supuso que podía hacer su regalada gana nomás porque se trataba de él? ¿Estamos dispuestos a defender semejante postura simplemente porque es la chance de este presidente para regarla según se le antoje o porque estamos convencidos de que sus decisiones, las que sean, suponen un bien personal inmediato? ¿Qué, el cambio no implicaba escucharnos entre todos, en lugar de hacer lo de siempre, lo de antes: sólo atender con mansedumbre a lo que dicta el poderoso?

Sí, muchos asuntos no van nada bien, pero esto no supone que cualquier otra cosa sea mejor, y más si lo que se impone es la presunción de que no existe algo que funcione, ¿en verdad, nada es salvable? Y las dos preguntas más desquiciantes: de entre la cacofonía de argumentos buenos, malos y regulares ¿por qué el presidente opta por sólo hacer caso sin chistar a lo que manda un sujeto como Donald Trump, que nos desprecia? ¿Es la vía a la reforma que buscábamos? Los cambios que nos urgen y la política que nos hace falta únicamente se desatarán a partir de preguntarnos, no de que los acomedidos habituales nos salgan con las respuestas a cuestiones que sólo a ellos importan y favorecen.