- Columna de opinión.
- Escrita por: Oscar Miguel Rivera Hernández.
¡Hola! Una vez más, comparto con ustedes una reflexión, análisis, impresión o crítica, según prefieran tomarla. En esta ocasión, hablaré sobre la responsabilidad compartida, entre el poder judicial y el ejecutivo, en materia de la inseguridad y la impunidad, así como de la corrupción y el abuso de poder por parte de jueces y ministros.
La inseguridad y la impunidad que asolan a México son problemáticas profundas y estructurales que no pueden reducirse a una sola causa o a un único responsable. A menudo, el Ejecutivo ha sido el blanco fácil de las críticas, especialmente en lo que respecta a la violencia y la criminalidad que afectan a la nación. Sin embargo, centrar toda la culpa en el presidente en turno ignora la corresponsabilidad del Poder Judicial, cuya actuación ha contribuido significativamente a la perpetuación de la inseguridad.
El Poder Judicial, históricamente revestido de solemnidad y respeto, ha sido considerado durante mucho tiempo un bastión de imparcialidad y justicia. Pero la realidad dista mucho de esa percepción idealizada. Los jueces y ministros, lejos de ser los guardianes de la ley que deberían, han sido señalados en numerosas ocasiones por actuar en connivencia con intereses corruptos, facilitando la impunidad y socavando el sistema de justicia. Los vacíos legales y las irregularidades procesales se han convertido en las herramientas mediante las cuales algunos delincuentes logran evadir la justicia, volviendo a las calles a continuar delinquiendo.
Es cierto que el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador ha enfrentado dificultades para contener la violencia. Sin embargo, limitar la crítica a sus decisiones sin analizar el papel del Poder Judicial en este contexto sería una simplificación excesiva. La seguridad pública es una responsabilidad compartida, y resulta innegable que jueces y ministros han fallado en su deber de aplicar la ley de manera justa y efectiva. Mientras el Ejecutivo intenta combatir la criminalidad, el Poder Judicial ha permitido que las debilidades del sistema jurídico se utilicen para liberar a culpables que reinciden en sus delitos.
El proceso es casi predecible: un delito es cometido, el delincuente es arrestado, pero al llegar a juicio, las pruebas son insuficientes o el procedimiento ha sido mal ejecutado, resultando en la liberación del acusado. Aunque es cierto que los derechos de los acusados deben ser respetados, también lo es que el sistema judicial debe garantizar que los delincuentes reciban el castigo adecuado. Desafortunadamente, las deficiencias en la administración de justicia han fomentado una cultura de impunidad que agrava la crisis de inseguridad en el país.
En este contexto, se vuelve imprescindible la reforma del Poder Judicial. No es suficiente señalar a los jueces corruptos; es necesario transformar el sistema desde sus cimientos para evitar que la corrupción siga minando la justicia. Los magistrados y jueces que se han beneficiado del sistema actual protestan ante la posibilidad de perder sus privilegios, argumentando que la reforma pone en riesgo su independencia. Sin embargo, resulta evidente que lo que está en juego no es la justicia, sino la protección de sus propios intereses.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación, encabezada por figuras como su presidenta Norma Piña, ha mostrado una férrea resistencia a cualquier cambio que amenace con limitar su poder o con sacar a la luz los vicios que han corroído al sistema judicial. Las manifestaciones de jueces en contra de la reforma judicial reflejan un intento desesperado por conservar el statu quo, incluso cuando la corrupción y el abuso de poder han quedado expuestos ante la opinión pública.
Es innegable que los ciudadanos han sido históricamente mal informados sobre el verdadero alcance de la responsabilidad del Poder Judicial en la inseguridad que enfrenta el país. Durante años, se ha inculcado la creencia de que todo lo relacionado con la criminalidad es responsabilidad exclusiva del Ejecutivo, cuando en realidad los jueces y magistrados tienen un papel crucial en la liberación de delincuentes. Esta falta de comprensión ha facilitado que el Poder Judicial opere con relativa impunidad, fuera del escrutinio público.
Ante este panorama, no sorprende que los jueces reaccionen con indignación ante la posibilidad de perder sus privilegios. Durante mucho tiempo, han disfrutado de una burbuja de protección, viviendo en un entorno de impunidad y poder, mientras la sociedad sufre las consecuencias de su inacción y de su falta de compromiso con la justicia.
Ahora que la reforma busca hacerlos rendir cuentas, su respuesta ha sido defensiva y obstruccionista, poniendo en evidencia que lo que más valoran no es la justicia, sino sus propios beneficios.
El tiempo ha demostrado que los jueces y ministros ya no gozan del respeto que una vez tuvieron. Su papel ha sido tan distorsionado que, en lugar de ser los guardianes de la justicia, se han convertido en un símbolo de su degradación. Afortunadamente, la sociedad comienza a despertar y a exigir cambios profundos. La reforma al Poder Judicial es un paso ineludible hacia la reconstrucción de un sistema más justo, transparente y comprometido con el bienestar de la ciudadanía.
Es necesario que el Poder Judicial recupere su verdadera vocación: la defensa de la justicia y los derechos de los ciudadanos. Si quienes ostentan estos cargos no están dispuestos a cumplir con ese deber, entonces es momento de que den un paso al costado. La justicia no puede seguir siendo un privilegio de unos cuantos, sino un derecho para todos. La inseguridad que vivimos no debe ser el resultado de un sistema que ha perdido su rumbo, sino la razón para cambiarlo de manera urgente y definitiva.