Cuántas disculpas puede esgrimir un gobernante para explicar porqué no hace lo que le corresponde, gobernar; recordemos algunas, las que mientan más: por el mal estado en el que el recién ungido encontró los asuntos del gobierno, a la sociedad misma, los servicios y la seguridad públicos; por la escasez de presupuesto; porque los otros dos órdenes de gobierno, según el que hable, no consienten una gobernabilidad sana; por la corrupción con la que se dio de bruces, la que ni siquiera sospechaba que existiera; porque lo que le dejaron, de patrullas y ambulancias a máquinas computadoras, los archivos y las cuentas de la deuda, están en pésimo estado (otra queja es que los anteriores cargaron hasta con las engrapadoras); no se desempeña a plenitud por la sociedad civil organizada, que de todo se queja y en todo quiere estar, y por los medios de comunicación, que con sus notas e investigaciones acotan malamente el campo de acción de quien gobierna; además, de la mano del obstáculo que suelen ser los medios, están la transparencia, la defensa de los derechos humanos, la democracia, las monsergas medio ambientales y no es infrecuente que las leyes sean una cantinela de lamento soterrado de quien funge como gobernante, pues según el que esté de turno, aquéllas refrenan la solución rápida de los problemas, la edificación de la tan urgente obra pública que se adjudica sin trabas y asimismo coartan, las leyes, el uso correcto (que sólo él determina) de la mano dura con quien la merezca (lo que también él determina).
Total, en México gobernar bien es únicamente posible en el campo onírico que son las campañas electorales, temporada cumbre del paisaje nacional que se llena de hombres y mujeres de Estado para quienes no existen broncas imposibles de resolver o dificultades que no puedan sortear, pareciera, en esa etapa, que Juárez, Napoleón, Netzahualcóyotl, Churchill, Bismark, Lincoln, Margareth Thatcher y Mahatma e Indira Gandhi buscaran regir en estos pagos. Hasta que llega la hora de despertar, un minuto después de que los que días antes se presentaban como el remedio a todos los males juran guardar y hacer guardar, etcétera, entonces el encanto se acaba, el territorio sobre el que pretenden mandar se torna hostil, la gente a la que apelaban y decían amar mientras perseguían el voto se vuelve incivil, rejega, inentendible, y las instituciones sobre las que fundarían su reino republicano, románticos molinos de viento cuando las veían a lo lejos, de pronto muestran su verdadera índole: gigantes agresivos y anárquicos contra los que ellos, inocentes que nunca supieron en qué se metían, no tienen armas bastantes, si acaso, yelmos oxidados, lanzas endebles, jamelgos por montura, escudos abollados que no los protegen ni de la maledicencia, y colaboradores menguados, meros sanchos y dulcineas que lo único que anhelan es alzarse con la propiedad de su ínsula.
Pero lo anterior es sólo una de las versiones que pretenden dilucidar por qué gobernar no es fácil. Otra es la que corre de boca en boca entre la gente que no necesita reflexionar demasiado sobre el fenómeno cotidiano, siempre ajeno, de tener gobiernos; para la generalidad, el truco de timonear lo público no les sale bien a los políticos porque no saben, porque no quieren, porque no pueden, por codiciosos -sólo ven por sus intereses- porque actúan conducidos por su conciencia de clase y aunque se critiquen acremente jamás llegan a las últimas consecuencias: hacer pagar a los previos sus errores, por lo que falta en el erario o por la afectación al patrimonio de la colectividad. Cuando más, en plan de ser condescendientes, las personas concuerdan en que actualmente el embrollo jurídico, ético, de corrupción y de gestión, es tal, por causa del continuo de gobernantes de similar ralea -que ya dura casi un siglo-, que no debe resultar sencillo gobernar bien y que sea notable en un plazo breve.
En resumen, para el gobernante su encargo no es simple porque las circunstancias pasadas se emperran en descarrilarlo. Y para la gente, los malos gobiernos son a causa de los mismos gobernantes, que dicen hacer lo que pueden, en tanto que el resto afirma que aquéllos no pueden porque no quieren.
Así discurre nuestra democracia y así, ayuntados a ésta, discurren los problemas nacionales. No es por intercesión del azar que los criminales han encontrado que el país, que muchas de las entidades de la república son propicias para hacer lo que se les pegue su miserable gana: los más o menos buenos estamos entretenidos en asignar culpas, y lo hacemos con tal intensidad que cualquier gobernante calcula que cruzar exitosamente por su mandato significa que nadie lo acuse de haber ocasionado los daños y que estos persistan es lo de menos, de ahí que en sus informes celebren lo que algún día harán, leyes que nacen muertas y no poca ficción, como hospitales huecos, escuelas sin profesores, puentes a ningún lado, universidades de puro ensueño diseñadas para jóvenes de los que salen en las películas… yankees.
Practicar la autocrítica vendría bien para iniciar el quiebre de la tradición política; por ejemplo, que los gobernantes reconocieran que la devastación sobre la que reniegan es la que les dio el triunfo, de lo que tendríamos que inferir que nada de lo que encaran les es ignoto, de este modo, con el diagnóstico en carne viva y con la aceptación de su rol, no podrían optar por otro camino que el que lleve al remedio y a proponer un futuro diferente, porque de unos sexenios a la fecha ya nos impusieron a que los primeros años de gobierno se vayan en ordenar el desorden y en disponer los elementos que su creatividad juzgue pertinentes para entonces sí comenzar a gobernar, cosa que ocurre meses después de que pasa la mitad de su mandato, cuando las siguientes elecciones reclaman protagonismo y en ellos, los gobernantes, deja de confiar una buena parte de la población, porque no sólo se concentran en la herencia que recibieron, también, a pesar de lo anterior, se las ingenian para incurrir en disparates propios.
Decía Jorge Luis Borges, socarronamente, que la principal tarea del poeta es justificar la poesía. La principal tarea de los gobernantes es justificar lo que sus gobiernos hacen o dejan de hacer; el recurso es claro en el régimen de López Obrador: a pesar de los yerros, su gobierno, afirma, ya merece un sitio en los libros de historia, a la vera de los grandes transformadores cuya obra es objetiva, no discurso a mitad de la plaza.
Cuánto de lo que nos aqueja luciría no tan arduo si los gobernantes se sinceraran, si su diagnóstico coincidiera con la realidad rutinaria de todas, de todos, si dijeran: para transitar a lo bueno, desde todo lo malo que sí, ya estaba aquí, es que me ofrecí de alcalde o de gobernador. En Jalisco estamos a tiempo de que el pasado no nos condene; una dosis de sinceridad para reconocer la situación actual y otra para hacer un plan-pacto que la mayoría abrace, beneficiaria de él y a un tiempo responsable, truncar de golpe el determinismo político y la letanía que tiene a las autoridades con la vista fija en lo ya ido, temerosas de un futuro que tal vez no se atreven a imaginar.