- Columna de opinión.
- Escrita por: Oscar Miguel Rivera Hernández.
En los últimos años, hemos sido testigos de una crisis en la Suprema Corte de Justicia de la Nación que revela las contradicciones y ambiciones personales de algunos de sus integrantes, particularmente del ministro Juan Luis Alcántara Carrancá. Su paso por la Corte ha sido una muestra de cómo la política y los intereses personales parecen pesar más que el compromiso con el pueblo y la Constitución. Este artículo busca analizar, con un enfoque crítico, la evolución de su postura y las controversias recientes en torno a su figura.
Desde el inicio de su gestión, Alcántara Carrancá se presentó como un defensor de los derechos humanos, del medio ambiente, de la equidad de género y, en términos generales, de la justicia social. En su comparecencia ante el Senado en diciembre de 2018, se describió a sí mismo como un juez sensible y ético, alguien que pretendía trabajar desde una Suprema Corte comprometida con el bienestar de los más vulnerables. Sin embargo, su trayectoria posterior ha distado mucho de cumplir esa promesa y ha mostrado una figura cada vez más preocupada por mantener su poder y sus privilegios.
Uno de los momentos más críticos en la gestión de Alcántara ha sido su papel en la reciente reforma judicial. Mientras una gran mayoría de mexicanos aplaudió la aprobación de esta reforma, Alcántara y otros miembros de la Suprema Corte decidieron otorgar amparos en contra de la misma. Bajo el argumento de que esta reforma amenazaba la independencia del Poder Judicial, Alcántara lideró una resistencia que muchos consideran más una defensa de los privilegios judiciales que una verdadera preocupación por la justicia. Fue particularmente polémico su argumento de que ciertos artículos de la Constitución son “más importantes” que otros, una postura que sugiere que algunos derechos pueden ser pasados por alto si los intereses del Poder Judicial están en riesgo.
El artículo 61 de la Ley de Amparo establece que es improcedente el juicio de amparo contra reformas o adiciones a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, un hecho que no ha impedido que Alcántara y otros jueces otorguen suspensiones en contra de la reforma judicial. Este tipo de acciones, además de ser discutibles en términos de su intención, también lo son en términos de su legalidad. Al conceder estos amparos, estos jueces parecen actuar en abierto desafío a la norma, manipulando sus funciones para favorecer intereses específicos y en contra del espíritu de la Constitución. Ignoran así la supremacía de la Carta Magna, que debería ser inatacable y exenta de intereses particulares.
El caso de Cabeza de Vaca, exgobernador de Tamaulipas acusado de corrupción y otros delitos graves, es otro ejemplo de esta doble moral. Mientras en público Alcántara insiste en la defensa de la justicia, en privado ha respaldado amparos que han permitido la liberación de figuras políticas cuestionables. Al hacerlo, ha permitido que figuras asociadas con la corrupción permanezcan impunes, socavando la confianza de la ciudadanía en la imparcialidad y la honestidad del sistema judicial mexicano.
Otro de los puntos de inflexión ha sido el aparente cambio de postura de Alcántara en relación con el salario de los ministros. En 2018, afirmó ante el Senado que estaría dispuesto a ganar menos que el presidente de la República, argumentando que la función de ministro es tan honrosa que no debería medirse en términos económicos. Sin embargo, en cuanto la Suprema Corte se amparó para proteger sus altos salarios y beneficios, Alcántara no hizo mención alguna a los sacrificios que previamente había defendido como un valor esencial de su cargo. Esta contradicción entre su discurso y sus acciones evidencia una falta de coherencia que ha dañado su credibilidad y la del Poder Judicial en su conjunto.
En tiempos recientes, Alcántara Carrancá ha elevado su discurso hasta puntos que rozan la desfachatez, llegando a interpretar la victoria de Claudia Sheinbaum como una “rebelión” que amenaza la “libertad” del pueblo. Esta interpretación parece desviar la atención de los problemas reales y tergiversa la voluntad de millones de mexicanos que expresaron su decisión en las urnas. Su argumento de que la Constitución debería ser reinterpretada para evitar una “dictadura” parece una maniobra desesperada para perpetuar el status quo y proteger a una élite política en decadencia. Este tipo de posturas sugieren que Alcántara se ha alejado de los principios democráticos que originalmente prometió defender y ahora actúa como un obstáculo para el avance de reformas populares.
La retórica empleada por Alcántara recuerda a figuras como Lorenzo Córdova, José Woldenberg y Beatriz Pagés, quienes también han expresado su rechazo a los cambios democráticos mediante argumentos enrevesados y en ocasiones elitistas. Alcántara parece buscar refugio en un complejo marco legal para justificar sus decisiones, en lugar de atender a las demandas de justicia y equidad que emanan del pueblo.
La verdadera raíz de esta crisis judicial radica en la falta de integridad y coherencia de algunos de sus integrantes, quienes han usado sus cargos no para defender la justicia, sino para perpetuar un sistema de privilegios que protege sus intereses. La Suprema Corte no debería ser un refugio de inmunidad para la élite política, sino una institución al servicio de la gente.
Ante esta situación, se hace urgente una transformación profunda del Poder Judicial, que garantice su compromiso con el bienestar de todos los mexicanos, y no solo con un selecto grupo de privilegiados. La reforma judicial debe avanzar para eliminar los amparos que buscan perpetuar la impunidad, garantizar salarios acordes con la realidad económica del país, y fomentar una cultura de transparencia y rendición de cuentas. Un ministro de la Suprema Corte debe ser, ante todo, un servidor de la justicia, comprometido con la defensa de los derechos de los más vulnerables, y no un político encubierto que usa su posición para defender sus propios intereses.