A lo mejor es tiempo de mudar algunos rituales, suelen perder consistencia y como prendas lavadas mil veces quedan en calidad de velos tenues que, por ejemplo, los ungidos y ungidas en el poder público se ponen nomás por no dejar, es decir: juran guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes que de ella emanan o emanen, sin asumir profundamente lo que la protesta significa, y peor, sin sentir íntimamente la responsabilidad que acarrea empeñar la palabra. Juran, aplaudimos y al brindis; lo demás es lo de siempre: unas cosas salen bien, la mayoría no, pero como les pedimos que se concentren, así sea superficialmente, en proteger las leyes, pasan por su encargo, atenidos a la preeminencia de éstas, y lo que más hacen es crear nuevas y remendar las existentes. Una muestra: para preparar su sexenio o su trienio, antes que nada, ejecutan un paquete de reformas legales, con el que, aseguran, sucederá la bondad jamás vista.

Por ahora no se trata de evaluar los frutos, si alguno hay, de la diarrea legislativa, sino, como ofrecí al comienzo, de pensar en innovar los rituales. Dejemos el juramento como está, las tradiciones son bonitas, y añadamos una salmodia que la o el juramentado deberá recitar justo después: las leyes, ésas porvenir y las vigentes, no cambian la realidad… las leyes, ésas porvenir y las vigentes, no cambian la realidad… y que la repita durante una hora en voz alta, audible para quienes compongan la institución que le tomó la protesta.

Al terminar tan horrible ejercicio, el funcionario o la funcionaria regresará al sitio donde juró, para responder lo siguiente: si las leyes no cambian el estado de cosas, entonces, díganos qué sí lo hace. Para no meterlo en complicaciones académicas, imaginemos que está ante el Congreso, los diputados contestarían como parte del rito, todos al unísono: lo que cambia la realidad, para bien, es aplicar y hacer respetar las leyes, sin desmayo.

Llegamos a la degradación de la vida política que hoy atestiguamos y a desentendernos de las soluciones comunitarias, precisamente por la laxitud de las autoridades -al menos el último medio siglo- para hacer valer la Carta Magna y sus secuelas jurídicas; si esto no fue generalizado se debió a que la justicia sustentada en la ley era para algunas personas, para algunos grupos, y para otras y otros siempre hubo una vía de escape para dejar la ley al margen. Lo que ahora padecemos, la violencia omnipresente y los crímenes como modo de vida que cada vez goza de más adeptos, la corrupción y la impunidad, son efecto de que los tales juramentos están huecos, formas sin contenido.

No sugiero que la culpa de la devastación sea del gesto que antecede a la asunción al cargo; la responsabilidad entera del mal es de quienes han tenido la obligación de que prevalezca el estado de derecho, parejo para todos y con el sólo fin de mejorar la vida de la población, no la de unos cuantos que puedan pagar cuotas extraordinarias.

La semana pasada el Congreso de la Unión aprobó las leyes complementarias de la Guardia Nacional. Cuatro ordenamientos son su sustento: la Ley del Sistema Nacional de Seguridad Pública, la de la Guardia Nacional, la del Registro de Detenciones y la Ley Nacional del Uso de la Fuerza. Los nombres alcanzan para notar su relevancia, no únicamente para la ciencia jurídica, para la vida de cada cual: ¿cómo concibe este régimen la seguridad pública? ¿Cuáles reglas internas regularán a la famosa Guardia? Cómo, o mejor dicho ¿enmarcada en cuáles normas estará la fuerza que emplee para que podamos calificarla legítima? No nos enfrascaremos en semejante análisis, ahora; por lo pronto, podemos considerar algunas partes de la ley que estipula el uso de la fuerza.

De la exposición de motivos rescato un párrafo que en el papel no luce tan mal: “En este contexto la conformación del Estado moderno ha transitado básicamente entre dos esquemas: el autoritario y el democrático. En el primero, el Estado concede a sus «gobernados» el orden interior a cualquier precio, incluso pasando por encima de los derechos humanos; en el segundo, el Estado atiende la función de brindar el orden público y la paz social a sus habitantes a partir de la premisa del respeto irrestricto a los derechos humanos. Así, el Estado moderno que adopta el esquema democrático, asume la responsabilidad de brindar orden público y paz social atendiendo a las conductas que la misma sociedad considera lesivas y contrarias a su pensamiento, usos y costumbres. Para salvaguardar las libertades se consolidó el Estado de Derecho, cuya característica fundamental es establecer límites al ejercicio del poder público con base en un orden constitucional.”

Podemos colegir que la Guardia Nacional no es para imponer el orden y la seguridad a como dé lugar, sino atenida a principios: legalidad, objetividad, eficiencia, profesionalismo, honradez y respeto a los derechos humanos. Aunque para nuestra mala suerte, los códigos que por todo el país le dan legalidad al uso de la fuerza, son dispares; en Jalisco, establece el documento, las leyes actuales “no hacen mención alguna al uso de la fuerza”; de alguna manera, vivencialmente, ya lo sabíamos. La Exposición de Motivos de la citada ley exhibe lo que la Comisión Nacional de Derechos Humanos estableció en una recomendación de 2017, por el triste caso de Nochixtlán:

“no se trazó una ruta de salida, no se consideró el día, lugar y hora para planear las acciones que debían tomar y las posibles consecuencias; (…) Los elementos de las instituciones de seguridad pública hicieron uso de la fuerza sin un análisis de la situación y sin considerar que este debe atender a un fin legítimo, ser proporcional, necesario y legal (…) no se agotaron los mecanismos de disuasión y persuasión, ni se buscó o se generó el diálogo para hacer frente a la resistencia, se procedió directamente al uso de fuerza no letal y letal y no disminuyó una vez que tienen controlada la situación; (…) No se envió personal capacitado a los operativos (…); Los elementos de seguridad no contaban con el equipo necesario, (…) en las declaraciones consta que en [el] operativo hubo elementos sin el equipo de protección adecuado; (…) No existieron mecanismos de coordinación entre los mandos y los elementos durante el operativo. (…) las autoridades ordenadoras no dieron instrucciones para la retirada, los policías declararon que la orden de retirada y del uso de armas de fuego, fue dictada por su instinto de supervivencia y la necesidad de protección;” O sea: salieron corriendo y echando bala.

 

Creo que para soportar el argumento de este comentario no es necesario ir más allá de esta Exposición de Motivos, al cuerpo de la Ley Nacional de Uso de la Fuerza. El asunto es: ¿hará que no sucedan cosas como las descritas por la Comisión Nacional de Derechos Humanos? ¿Cambiará la realidad? La experiencia centenaria dicta que no, y que justamente vacíos como el mostrado para regular el uso de la fuerza han provocado que el clima nacional sea de inseguridad, de desconfianza en los gobiernos, de corrupción e impunidad. La vida cotidiana, la calidad de ésta, sólo será bien servida si las autoridades ciñen sus haceres, no únicamente su legislar, a los fundamentos que nos permiten llamarnos una nación, ésos que han estado ahí muchos años sin ser referencia evidente para los juramentados, a quienes nunca hemos pedido cuentas por el incumplimiento flagrante de su protesta.