En “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo, libro de cabecera para quienes se dedican a la política, se privilegia el pragmatismo por encima de cualquier otro principio, con el objeto de dar resultados. Famosa se hizo la frase “El fin justifica los medios, que muchos han enarbolado para justificar todo tipo de ocurrencias e infamías.
Apegándose –de forma algo distorsionada- a este principio, algunos representantes de la clase política se han acostumbrado a realizar acciones, que en el sistema de valores de la mayoría de la sociedad, son mal vistos, pero que a ellos les funcionan para poder concretar sus fines.
Todo eso, se permite por un factor que pocas veces tomamos en cuenta: una legalidad elástica, flexible en exceso, que da espacio al pragmatismo a ultranza
Una muestra de ello es lo que ocurrió en el Congreso de la Unión con el cambaceo de legisladores, con tal de obtener la presidencia de la Mesa Directiva del Congreso de la Unión, que terminó en manos de la priista ex gobernadora de Yucatán, Dulce María Saurí.
Lo que pasó, no es nuevo. Pero no por eso justificable. Desde el siglo XVIII se han dado en México estos bandazos de un partido a otro y el cambio de cachuchas para corretear el hueso. Pero a pesar de ser práctica recurrente, no deja de indignar, pues se supone que los políticos deberían tener una congruencia ideológica.
Hasta los jugadores de futbol tienen cierto pudor para cambiarse la camiseta del odiado rival. Y cuando alguno se atreve -recordemos el caso de Oribe Peralta- no faltan las críticas ante semejante deslealtad y marrullería.
Este tipo de problemas se solucionaría muy fácilmente: realizando una reforma a la Ley Orgánica del Poder Legislativo en el cual se definiera que el número de integrantes de cada bancada será el que se compute el primer día de la legislatura. Punto. Sin lugar a interpretaciones.
De esa manera se evitarían los espectáculos bochornosos como los que vimos en la víspera del inicio del próximo período de sesiones, con legisladores que fueron priistas por 15 minutos (con una vergüenza que los perseguirá de por vida, dijo el indómito Fernández Noroña).
Sin embargo este tipo de reformas no ocurrirán por una sencilla razón.
Como lo dije en los primeros párrafos: a la clase política le conviene operar en un marco de supuesta legalidad, pero con la suficiente flexibilidad que les permita modificar reglas según las circunstancias, cumpliendo un viejo adagio: “Según el sapo, la pedrada”.
El político mexicano es muy hábil -cómo lo es también el ciudadano promedio, por cierto- para adaptar las circunstancias y cambiar las reglas según su conveniencia. Por eso, de forma deliberada hay huecos en la ley o resquicios que permiten múltiples interpretaciones que derivan en una normatividad dúctil.
Es por eso que a la clase política le espantan las propuestas de la sociedad civil para generar reformas que otorguen certidumbre. Por ejemplo, leyes de designaciones públicas, que permitirían reglas claras en los nombramientos de funcionarios. Por eso algunos son reacios a incluir sistemas de innovación tecnológica para distintos procesos, que inhiban la posibilidad de actos de corrupción. Nadie puede darle un moche a una computadora.
Todo eso aterroriza a ciertos personajes de la clase política ya que se les terminarían muchos de sus enjuagues.
El remedio es claro. La voluntad política, evidentemente no existe. Es la sociedad la que ha obligado a incorporar avances en la vida pública de México y para ello debe seguir empujando.
De lo contrario seguiremos teniendo políticos que, citando de nuevo al mismo Maquiavelo, “simulan lo que no son y disimulan lo que son”.
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