En todo sistema político hay que considerar -al menos- tres pilares cuando se pretende comprender el funcionamiento del mismo: marco jurídico, fortaleza institucional y cultura política.
El marco jurídico es el conjunto de leyes, códigos, reglamentos, lineamientos, etc., al amparo de los cuales los actores competirán en la disputa por el poder público. En palabras sencillas, son las reglas del juego bajo las que concursará quien ingresa en la arena pública para buscar el poder político.
Las instituciones -por definirlas de manera sucinta- son creaciones sociales orientadas a implementar las reglas del juego, entre las que podemos citar a partidos políticos, tribunales electorales, árbitros electorales, fiscalías electorales e incluso medios de comunicación y por supuesto organismos deliberativos, por citar algunas directamente relacionadas con un sistema político.
El economista Douglas North en su texto “Instituciones, cambio institucional y desempeño económico”, argumenta que las instituciones tienen como función principal “reducir la incertidumbre, estableciendo una estructura estable (pero no necesariamente eficiente) de la interacción humana”.
Pero en esta ocasión me quiero detener en la cultura política y en específico de la cultura política que prevalece en México, que ha sobrevivido a la Revolución Mexicana, al periodo de partido de Estado, a la caída del régimen de sustitución de importaciones, a la globalización, al “periodo neoliberal”, al pluripartidismo, a la competencia política, a las candidaturas independientes, al ascenso de los ciudadanos al poder y seguramente sobrevivirá hasta al coronavirus.
En la obra “Cultura política y discriminación”, editada por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, el sociólogo Roberto Gutiérrez dice que la cultura política “representa la síntesis heterogénea de valores, informaciones, juicios y expectativas que conforman la identidad política de los individuos, los grupos sociales o las organizaciones políticas. De esta premisa cultural se derivan hábitos y formas de comportamiento que deben, por lo tanto, ser leídos como portadores de una cierta significación. En la cultura política intervienen, así, para decirlo con la terminología de la corriente analítica anglosajona que le dio origen en tanto concepto moderno, evaluaciones, informaciones y vínculos afectivos que condicionan fuertemente los distintos tipos de comportamiento social y político posibles”.
Siendo la cultura un intangible sólo observable a través de manifestaciones objetivas y/o repetitivas, para la invitación a la reflexión que conlleva esta columna, quiero colocar el foco en los valores, juicios y expectativas de la cual, bajo la premisa de Roberto Gutiérrez, se derivan formas de comportamiento.
Entre los valores que crean expectativas y llevan a una forma de comportamiento, en el sistema político mexicano podemos observar el servilismo y la adulación a quien se identifica como un agente político con poder; ejemplos abundan, pero quiero traer algunos a la memoria de quien me lee, como una invitación a comprender estos actos no como hechos aislados ni como conductas atribuibles únicamente a la psicología de los actores que aquí mencionaré, porque eso sólo nos llevará a la frustración y a atribuirle maldad a alguien que quizá, simplemente es un peón en el ajedrez de la política.
De acuerdo a la Real Academia de la Lengua Española, es servil quien “de modo rastrero se somete totalmente a la autoridad de alguien” y define el adular como “hacer o decir con intención, a veces inmoderadamente, lo que se cree que puede agradar a otro”.
Servilismo y adulación son prácticas que vienen al menos desde la consolidación del régimen posrevolucionario, que en el discurso político electoral suele etiquetarse cada 3 y 6 años como “priista”, pero que es observable empíricamente en el partido que venga a la mente, lo mismo de derecha que de izquierda, lo mismo de militantes millennials que de los de la vieja guardia.
Y la práctica del servilismo y la adulación se observa especialmente entre los seguidores de personajes carismáticos que concentran y ejercen poder político; van algunos ejemplos: se dice de aquél personaje al que el presidente en turno preguntaba la hora: -¿qué hora es?, a lo que respondía el interlocutor: “¿qué hora quiere que sea señor Presidente?
Cuando el Partido Revolucionario Institucional aún conservaba la mayoría en San Lázaro, se observó a un Poder Legislativo actuar de manera servil al gobernante en turno e incluso festejar con un célebre acto que pasó a la historia como la “Roqueseñal” un 17 de marzo de 1995, cuando muchos de los que ahorita me leen aún ni habían nacido.
De la misma manera, la actual mayoría en el Senado, de apellido “Morena”, como si no estuviéramos ya en el Siglo XXI, aprobaron cambiar una ley para que Paco Ignacio Taibo II pudiera asumir la dirección del Fondo de Cultura Económica.
Y así podemos seguir con numerosos ejemplos de cómo poderes legislativos estatales, cabildos en el caso de municipios, y muchos secretarios de Estado a nivel nacional y subnacional, así como directivos de cualquier dependencia gubernamental, actúan bajo el principio de que al jefe hay que adularle y cumplirle, porque lo contrario supondría un riesgo para las legítimas aspiraciones.
Sólo así se explican declaraciones como la del Subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, en el sentido de que “la fuerza del Presidente (López Obrador) es moral, no es una fuerza de contagio”, o la “huida” de una diputada morenista hacia la bancada ciudadana durante la votación para aprobar endeudamiento del gobierno alfarista y en general explican las acciones de la mayoría legislativa en Jalisco, que se convierte en ejecutora de los deseos del gobernante en turno; así fue con el PRI, así fue con el PAN, así es con Movimiento Ciudadano y así será mientras prevalezca el servilismo y la adulación como valores que modelan la conducta, a pesar de que las acciones, declaraciones o intenciones del jefe, sean contrarios al interés de aquellos a quienes dicen representar e incluso riesgosos para su propio proyecto.
Insisto, si analizamos el actuar de cientos de servidores públicos de todos los niveles, de todos los partidos y de todos los estados de manera aislada, nos quedaríamos únicamente en calificarles como serviles pero si comprendemos que son conductas que conforman la axiología de nuestra cultura política, podremos trabajar en intentar modificar este pernicioso sistema de valores que privilegian la genuflexión como máxima expresión de lo políticamente correcto y que ha sido sintetizado en aquella máxima de nuestra cultura política que recuerda que en política hay que “sumar, sumarse o sumirse”.