Por: Augusto Chacón
Imagen: lopezobrador.org.mx
Como parte de los actos para dar forma al Plan Nacional de Desarrollo, el presidente Andrés Manuel López Obrador declaró, el domingo anterior, desde Palacio Nacional, en el viejo rincón que durante tantos años ocupó la Tesorería de la nación -para más simbólico- la abolición de la política económica neoliberal que va aparejada dijo el presidente, del pillaje, antipopular y entreguista.
Dadas las condiciones generales del país, y muchas de las particulares, no podemos sino celebrar que al fin se plantee un viraje contundente en las formas y los fondos de la economía que terminó, luego de cuatro décadas, por trastocar y poner en segundo término las necesidades de la sociedad: primero los imperativos de las reglas financieras y económicas, y de lo que sobre, como cantó Chava Flores: “Coges de ahí para tu gasto… social”. Con un agravante mexicano: la corrupción, que exacerbó los efectos nocivos de lo que originalmente nació como búsqueda de orden en el gasto público de los países del tercer mundo, como se llamaba entonces a las economías emergentes de hoy, que estaban inconcebiblemente endeudadas.
Cómo olvidar aquellos años, a mediados de los ochenta, cuando por un lado Fidel Castro, secundado por Alán García en Perú y por algunos otros, con México aparentemente indeciso, pugnaba por determinar una suspensión de pagos unilateral y poner a las grandes potencias y a sus instancias financieras de control, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, en jaque y, por otro, las potencias capitalistas presionaban para que cada cual honrara los compromisos firmados.
Eran las postrimerías de la Guerra Fría, la Unión Soviética en los estertores y así sus satélites; una idea política entraba en hibernación y un concepto económico que portaba su propia noción política se alzaba con el triunfo: si el socialismo real había demostrado que no propiciaba más justicia y tampoco era productivo, lo que se imponía era seguir el ejemplo de quienes presumían opulencia, libertades y derechos, aunque fuera según el paradigma de Margareth Thatcher y Ronald Reagan: primero la productividad abstracta, consecuencia directa del capital bien invertido,en busca perpetua de acumularse, no la objetiva que es fruto también de la labor de los trabajadores y las trabajadoras.
Fidel Castro se quedó con las ganas y acabamos por aceptar las condiciones de los acreedores, las conocimos con el Consenso de Washington, que a grandes rasgos es: batalla contra el déficit público (en nuestro caso, gasto excesivo unido a emisión irreflexiva de moneda), mermar la progresividad impositiva, esto es: que el fisco no cobrara más impuestos, o no muchos, a los más ricos; privatizar las empresas de las que el gobierno fuera accionista mayor, liberalizar el comercio y los mercados de capitales internacionales, reducir las restricciones a la inversión extranjera y, muy importante, dulcificar las normas del mundo laboral, hacerlas más sabrosas para las empresas, en detrimento de las y los trabajadores, en este punto México fue cauto, formalmente, aunque informalmente permitió prácticas como el outsourcing.
En suma, el mercado en plan de gran dictador para la asignación de recursos en la economía, con un parámetro central: la productividad, y así, se sobreentiende, el sector privado como motor y timonel, y el sector público mero grumete o, si acaso, promotor de la política social de cuño asistencialista.
La tesis fue: la productividad traerá riqueza y ésta desarrollo; lo primero se cumplió, México está entre las quince economías más grandes del mundo, lo segundo no: somos una nación profundamente desigual, con prácticamente la mitad de la población en la pobreza, y con más de diez millones de personas en pobreza extrema, que subsisten con menos de cuarenta pesos al día.
Pero no fueron únicamente las condiciones financieras de los que reclamaban el pago de una deuda, impusieron un complemento social: adiós al Estado que procuraba la justicia y distribuiría la riqueza, porque el único requisito para que la cosa fuera exitosa, según el famoso Consenso era que, por ningún motivo, legal o ético, se impidiera la libre acumulación de capital y su constante ir y venir según conviniera a los capitalistas. Más pobres a cambio de presumir, cada año, a uno de los hombres más ricos y de contar con centros comerciales y supermercados con mercaderías como en cualquier ciudad texana.
Toca decir que la disciplina en el gasto tuvo también efectos en el rico norte, a cuyos países impusieron una lucha contra el déficit público y, al menos en Estados Unidos, lástima, no lo logró, su muy ancho y profundo déficit es una espada de Damocles siempre pendiente sobre la cabeza de la potencia número uno; esto no quiere decir que no se esforzó, recortó gastos en, por ejemplo, educación, en salud ni se diga, el fracaso de la reforma de Obama en este rubro está rectamente unido al neoliberalismo; Estados Unidos es, como cualquier país atenido al modelo económico vigente, productor de pobres, sólo que su capacidad de propaganda consigue meter sus inequidades debajo del tapete.
Tremendamente reducido, este es el camino que nos llevó por el neoliberalismo, además de la ya referida corrupción; pero si queremos matizar el talante perverso de tantos y tantas de los que supusieron que la bonanza sería eterna y que por tanto no importaba distraer un poco para su beneficio, tendríamos que añadir a la fórmula la incompetencia para administrar los bienes comunes y a uno de los gestos más dañinos de nuestro sistema político: la temporalidad sexenal, como si no hubiera un antes, y el después, qué más da.
Paradójicamente es la vía que llevó a México a los brazos de López Obrador, quien, consciente de esta historia y con su dosis de prejuicios, declaró la abolición del esquema neoliberal y de su primo hermano: “el pillaje”. Aún no deja claro cómo será el tránsito a lo otro nuevo, aunque mencionó varios de sus atributos morales: honradez, honestidad, confianza, y delineó horizontes vagos: bienestar, primero los pobres, ordenamiento político y convivencia entre los sectores sociales.
Lo que aún no perfila contundentemente es la fortaleza del Estado que, sí, pasa por la confianza, pero asimismo sobre una estructura institucional sólida y un estado de derecho explícito que dé certeza a cada integrante, individuo y sectorial, porque más allá del modelo y sus características, una cosa es cierta: si queremos que México gane en justicia, no podemos prescindir de nadie, salvo de los corruptos y de los criminales; por lo que el postneoliberalismo que anuncia López Obrador debe, para sí diferenciarse, ser incluyente: un Estado fuerte, regulador sin timideces y que provea seguridad pública,aunado a una iniciativa privada que tenga certidumbres y asociada al plan, en un marco de libertades y derechos.
En fin, si el post neoliberalismo es en verdad otra cosa, no tendría que ser concebido a partir de un voluntarismo personal, por bien intencionado sea, y tampoco tendría que ser selectivo con sus públicos: es la hora de todos y todas, con los pobres por delante, de acuerdo.