- Columna de opinión.
- Escrita por: Oscar Miguel Rivera Hernández.
Con la llegada de Claudia Sheinbaum, el obradorismo se embarca en una segunda ola de transformación que desafía los fundamentos del neoliberalismo, instaurado en México desde el sexenio de Carlos Salinas de Gortari. Este modelo económico, que durante décadas subordinó los intereses públicos a las demandas de grandes corporaciones, relegó a la ciudadanía a un papel secundario en la toma de decisiones, en favor de una élite económica que controlaba recursos y políticas. La nueva administración, inspirada por los ideales de López Obrador, busca ahora desmontar este sistema, devolviendo el poder al pueblo y priorizando el bienestar social sobre las ganancias privadas.
El neoliberalismo en México dejó una profunda huella: bajo su dominio, los salones de juntas empresariales se convirtieron en el centro real de poder, donde se diseñaban políticas que ignoraban las necesidades básicas de la mayoría de la población. Las reformas impulsadas por presidentes como Salinas, Zedillo, Calderón y Peña Nieto abrieron las puertas a una privatización masiva de recursos estratégicos, beneficiando a sectores como el energético y el financiero, mientras que la población observaba impotente cómo se diluía su soberanía. Bajo este modelo, el poder judicial fue, a menudo, un defensor de estos intereses particulares, asegurando la estabilidad de los privilegios adquiridos.
Hoy, la misión del obradorismo y de Sheinbaum va más allá de la administración del país; se trata de un proyecto de transformación que busca restaurar la dignidad nacional. La reciente reforma al Poder Judicial Federal (PJF), aprobada en medio de tensiones y oposición, es una muestra del compromiso del obradorismo por erradicar la influencia de los grandes intereses económicos sobre las instituciones públicas. No es sorpresa, entonces, que aquellos acostumbrados a los beneficios del sistema neoliberal reaccionen con ferocidad, buscando preservar un modelo que les permitió acumular enormes beneficios mientras la mayoría de la población apenas subsistía.
El respaldo a la “independencia” del poder judicial, que defienden hoy estos empresarios, no es casualidad, sino una estrategia de defensa de los privilegios acumulados. La ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Norma Piña, al igual que otros actores del sistema judicial, inicialmente rechazó la reforma, denunciándola como una amenaza a la “independencia judicial”. Sin embargo, la realidad es que esta “independencia” ha servido más para proteger a los poderosos que para garantizar la justicia. Tras los intentos fallidos de bloquear la reforma, Piña ha optado ahora por una postura de diálogo, mostrándose dispuesta a “mantener el diálogo” sobre la implementación de los cambios en el PJF.
En una reciente reunión con el presidente del Senado, Gerardo Fernández Noroña, y figuras destacadas del obradorismo, Piña parece estar ajustando su posición, consciente de que el cambio es inevitable.
Esta reforma al PJF representa una amenaza directa a los privilegios de una élite que durante años ha utilizado el sistema judicial como un escudo contra la justicia. La oposición a estos cambios no se limita a actores nacionales; embajadas extranjeras y medios internacionales, incluyendo el New York Times, han salido en defensa de sus aliados en México, alarmados por las posibles repercusiones en sus intereses. Este fenómeno evidencia que el impacto de esta transformación no es solo nacional, sino que amenaza también la influencia que el capital extranjero ha tenido sobre las decisiones políticas y económicas del país.
Bajo el neoliberalismo, México fue reducido a un simple mercado, un territorio donde los recursos nacionales estaban disponibles para quien pudiera pagarlos. Cada reforma constitucional que permitía la entrada de capital privado a sectores estratégicos, como el energético, era celebrada como un triunfo por organismos empresariales como la Coparmex. Los contratos millonarios en petróleo y electricidad fueron un recordatorio constante de que los recursos del país estaban al servicio de una minoría privilegiada y no del pueblo. La reforma del obradorismo busca precisamente poner fin a esta lógica, redirigiendo los beneficios de estos recursos hacia quienes realmente los necesitan.
El sector de la salud fue otro de los grandes beneficiarios de las políticas neoliberales. Empresas de medicamentos y equipos médicos, así como constructoras de hospitales, vieron cómo sus ganancias se disparaban a costa de un sistema de salud pública que, lejos de mejorar, se deterioraba cada vez más. Esta política, disfrazada de modernización, privatizó de facto la salud en México, dejando a millones de personas sin acceso a servicios básicos. Similar fue el caso de la educación, donde el financiamiento de proyectos bajo el CONACYT permitió que instituciones privadas obtuvieran recursos que bien podrían haber fortalecido el sistema público. La reforma obradorista no ignora estos sectores; al contrario, busca un cambio estructural que permita que la salud y la educación dejen de ser negocios para convertirse en derechos.
El fin de los “moches”, un sello distintivo del neoliberalismo, representa otro golpe a los intereses de esta élite. Durante décadas, los “moches” eran una práctica común entre legisladores y empresas privadas, un mecanismo que aseguraba que las leyes respondieran a los intereses corporativos antes que al bien común. La eliminación de estos incentivos ilegales es una medida que refuerza el compromiso del obradorismo con la transparencia y la justicia, y asegura que los recursos públicos sean utilizados en beneficio de los sectores más vulnerables.
Aun cuando estos cambios han generado una fuerte reacción en la oposición, el pueblo mexicano no es el mismo que en décadas pasadas. Hoy, los ciudadanos están más conscientes de sus derechos y de la importancia de luchar por un país justo. La segunda ola de transformación impulsada por el obradorismo se basa en una ciudadanía empoderada, dispuesta a defender las conquistas sociales logradas en los últimos años. El discurso de la “independencia judicial” se ha vuelto insuficiente para convencer a una sociedad que ha sido testigo de cómo el sistema judicial protegía, en numerosas ocasiones, a los poderosos y dejaba desamparados a los ciudadanos.
Claudia Sheinbaum y el obradorismo no pretenden detenerse ante la resistencia de aquellos que se benefician de un sistema injusto. La transformación de México requiere, como han planteado, no solo de políticas justas, sino de un cambio en la cultura política del país. Esta segunda ola de transformación tiene un enfoque claro: colocar al pueblo en el centro de las decisiones políticas. Las reacciones en contra son previsibles, pero también son un reflejo de que el cambio va en la dirección correcta. Los intereses que durante años se beneficiaron del modelo neoliberal ahora temen perder sus privilegios, y su oposición a la reforma judicial es solo la muestra más visible de esta resistencia.
La historia sabrá valorar esta diferencia fundamental entre el neoliberalismo, que veía en México un mercado, y el obradorismo, que busca restaurar su carácter de nación. En estos momentos, el país se enfrenta a la oportunidad de construir un sistema judicial realmente independiente, capaz de servir al pueblo y no a los intereses económicos de unos pocos. La reforma al PJF no solo es un cambio en las leyes, sino el inicio de una transformación profunda que busca devolverle al país su dignidad y su sentido de justicia.