José Vega Talamantes *

 

En mi pasada entrega escribí sobre el dilema que han enfrentado muchas personas, previo a emitir una opinión no favorable respecto a algún asunto de relevancia (especialmente de índole pública), por los peligros que ello implica.

 

Hacerlo puede abonar a la verdad y sus múltiples beneficios, pero con un riesgo a que la persona emisora de la opinión tenga como recompensa la ignominia o el ostracismo eternos.

 

De manera muy acertada, una persona me hizo ver durante la semana que una arista o variante de este dilema del cual escribí, se da también en los casos en que, evidentemente, los congresos eligen a personas no aptas para desempeñar cierto cargo público, pero el resto de los participantes en el proceso respectivo, lejos de inconformarse, prefieren dejar pasar la decisión para no ser sujetos a rechazo en ulteriores oportunidades.

 

Lo anterior es cierto y, prácticamente, lo de siempre en esos procesos de designación.

 

Me consta de varias personas que, con credenciales probadas, son rechazadas por los congresos (federal y estatales) en distintos procesos de designación, mientras se elige a alguien que no tiene ni la mitad de las aptitudes, pero es famoso, tuitea muy divertido o hizo reír a los congresistas en su comparecencia.

 

La cuestión no es si en México nos gustan o no los payasos con verborrea en los puestos de poder (que a veces pareciera que hay personas a quienes sí les agradan). Más bien, es la postura pasiva de los perjudicados lo que llama la atención.

 

Es ahí donde viene a referencia el comentario que se me hizo pues, aun cuando en mi columna pasada hablé sobre la libertad de expresión, aquí se liga fuertemente con la posibilidad de impugnar la decisión injusta, pero, al final, se decide no ejercer acción legal alguna para que la persona candidata perjudicada conserve las esperanzas cuando se vuelva a tener una vacante en el cargo al cual se aspira.

 

En aquella columna referí a conocida frase que reza “El que se mueve no sale en la foto”. Ahora aplica esa de “saber ser un buen perdedor”. Para gozar del honor de ser un buen perdedor en estos asuntos, en México es preferible quedarse callado ante la injusticia. Algunos le llaman de otra forma: saber tragar sapos.

 

Ahora que lo reflexiono, el contar con variadas formas de expresarlo hace ver como si, más que accidental o casual, se trata de una especie de subcultura que forma parte del mexicano.

 

En ambas situaciones se tiene una base similar, pues se está frente a un poder público represor que puede terminar con la vida profesional de una persona, por estimar que es incómoda al sistema con sus dichos y sus acciones.

 

También me consta que, personas con probadas credenciales, eligen el camino de quienes no las tienen para aspirar a un cargo. Echarle una llamada a la diputada o al diputado. Comprar corbatas caras para los diputados. Y un largo etcétera.

 

Es penoso lo anterior porque, si quienes tienen las credenciales usan los mismos métodos que los ineptos, entonces, ¿qué los hará diferentes frente a las presiones en el ejercicio del cargo?

 

Ya se ha visto que la sola reforma de las leyes o incluso, de la Constitución, no basta para evitar las injusticias. Los procesos de designación no son ajenos a ello.

 

De tal manera, no sólo la transparencia de estos procesos sino, además, combatir a través de los medios constitucionales las designaciones injustas, son las únicas dos esperanzas reales de que se elijan a los mejores perfiles que México necesita en la función pública.

 

Lo anterior, aunque se tenga como “mal portados” a quienes quieran evitar una injusticia. Históricamente, siempre ha sido más honroso ser ese tipo de “mal portado”.

 

 

* Licenciado en derecho y maestro en transparencia y protección de datos personales. Actualmente realiza estudios de doctorado.